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Reflexión a Ezequiel 47, 1-12

Ezequiel, en lenguaje apocalíptico y usando metáforas, nos revela distintos momentos de la muerte de Nuestro Señor Jesucristo: “Del zaguán del templo manaba agua hacia levante”. El zaguán es la parte de la casa que se encuentra próxima a la entrada o salida de la misma. Y este templo representa al mismo Cristo: “…destruid este Templo y yo le levantaré en tres días…” (Jn 2, 19). Este zaguán, esta entrada, es la misma herida del costado de Jesús, traspasado por la lanza del soldado. Y de este costado salió sangre y agua.

El templo miraba hacia levante, por donde sale el sol. Jesucristo es este sol que nace de lo alto, según la profecía de Zacarías (Lc 1, 68-79). El agua iba bajando por el lado derecho del templo, al mediodía del altar, es una clara alusión a este costado abierto, que fue penetrado por el lado derecho hasta llegar al corazón.

Y nos habla de un misterioso personaje que llevaba un cordel, que empleaba para medir. Naturalmente que en aquel entonces la unidad de medida era el codo. No se había definido otra, como nosotros ahora podemos decir el metro. Pero esta forma de medir revela más bien los días de la vida, llenos de obstáculos, que a la manera de las aguas caudalosas llegaban “hasta la cintura”, amenazando ahogarnos. Era tal la angustia que “no se podía vadear”, es decir, estábamos en tanta encrucijada en la vida que sentíamos como la imposibilidad de dar marcha atrás. ¡Cuántas veces en la vida podríamos decir: ¡si volviera a nacer no haría esto o aquello!

Sale el ángel, la voz del Señor que nos dice: “¿Has visto, hijo de Adán?”. Es como si nos dijera: ¿Te das cuenta por dónde has caminado sin mí? ¿Reconoces tu error al apartarte de mí?

A la vuelta, es decir al volver, que es lo mismo que “iniciar un camino de conversión”1, el ángel -la voz del Señor- nos conduce por la orilla, no por el camino tenebroso. Y recordamos el salmo 23: “Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque Tú vas conmigo”.

Y continúa la voz: «Estas aguas fluyen hacia la comarca levantina, bajarán hasta la estepa, desembocarán en el mar de las aguas salobres, y lo sanearán. Y es que estas aguas llevan el sello de Jesucristo, el agua viva que salta a la Vida Eterna (Jn 4, 14). Son aguas que fluyen desde el levante, donde nace el sol, Jesús. Aguas que llegan a las aguas salobres del mar. Mar que representa el lugar donde habita el Maligno, el Leviatán (Sal 104, 26).

Al llegar allí, el innumerable contenido de peces, los ciento cuarenta y cuatro mil seres del Apocalipsis de Juan –esa muchedumbre inmensa que nadie podría contar (Ap 7, 4)-, recobrarán la vida. En la orilla por donde nos llevaba el ángel del Señor nos esperan los “pescadores”, los que queremos ser discípulos del Señor, los que se dedican al apostolado.

Y al fin nos representa una imagen del Paraíso al estilo del Génesis, la Vida Eterna, llena de árboles frutales de los frutos de la predicación del Kerigma2, que son alimentados como sarmientos de la vid verdadera, Jesucristo, con la sangre del Cordero inocente regados por el agua de su costado abierto.

Vemos pues una hermosa profecía de Ezequiel, llena de símbolos, que nos llevan a los distintos prados del Evangelio, prados de verde y fresca hierba, como nos dice san Agustín.


1. Volver es convertirse, del latín “cum vertere”.
2. Kerigma, anuncio del mensaje, Evangelio.