El sacrificio de Abraham

Fotografía: Lawrence OP (Flickr)

El corazón de Abraham ya está dispuesto para la prueba suprema de su vida. Ya no se pertenece a sí mismo, sino a Dios. Igual que Jesucristo aprendió sufriendo a obedecer (Hb 5,8).

Así pues “alargó la mano y tomó el cuchillo para inmolar a su hijo” (Gén 22,10). La antítesis de Abraham será Eva que también alarga la mano, pero no para hacer la voluntad de Dios, sino para comer del fruto prohibido. A fin de cuentas Eva actúa según lo que le parece razonable. Abraham crucifica su razón para obedecer a Dios y como cumplimiento máximo de este acontecimiento, Jesucristo se dejará perforar la cabeza, sede de la razón, en perfecto acto de obediencia a la voluntad del Padre.

En este momento supremo de la historia, y decimos momento supremo de la historia, porque por primera vez aparece la fe sobre la tierra, se oye una voz desde los cielos que dijo: “Abraham, Abraham, no alargues la mano contra el niño, porque ahora sé que tú eres temeroso de Dios ya que no me has negado, tu hijo, tu único” (Gén 22,13). Esta es una auténtica manifestación de Dios.

En Abraham se cumplen perfectamente las palabras del Salmo 73,1: “Qué bueno es el Dios de Israel para los de puro corazón”; por eso decimos que Abraham es la fe, no por lo que le han contado sino por lo que ha visto y ¿qué es lo que ha visto Abraham?: la Misericordia de Dios que de la muerte saca la vida; también Job podrá decir al final de su vida “yo te conocía sólo de oídas, más ahora te han visto mis ojos”. (Jb 42,5).

“Levantad vuestros ojos pues se acerca vuestra liberación” (Lc 21,28). También Abraham “levanta los ojos y vio un carnero trabado en un zarzal por los cuernos” (Gén 22,13). En la Escritura la zarza significa la debilidad del hombre ya que es el arbusto más insignificante que hay sobre la tierra, basta una chispa para que se consuma en pocos segundos. Por otra parte los cuernos representan el poder. Así pues estas palabras nos presentan una imagen que será típica a lo largo de toda la Escritura, que nos revela la naturaleza de Dios -Dios enamorado, enredado-, prendido como en una trampa por la debilidad del hombre. Este carnero, imagen de Jesucristo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

Esta imagen nos recuerda la zarza ardiente de Moisés, donde el fuego del Amor de Dios no se consume y se hace visible al patriarca y le envía a liberar a su pueblo. Esta misma imagen es Jesucristo crucificado donde resplandece la Gloria de Dios, donde la cruz, símbolo de maldición para todos los pueblos y culturas del universo, queda bendecida y santificada, porque el Amor de Dios ha hecho su morada en ella, como el carnero hizo su morada en la zarza de Abraham, como el fuego hizo su morada en la zarza de Moisés. Y así como esta zarza y esta cruz no fueron destruidos por la presencia de Dios, así de la misma forma el Amor de Dios no destruye la debilidad del hombre, sino que le da sentido.

Por eso el Apóstol Pablo pone como base de su ministerio apostólico su debilidad y nos dirá en 2 Cor 4,7-11: “pero llevamos este tesoro (de la predicación) en recipientes de barro para que parezca que una fuerza extraordinaria es de Dios y no de nosotros. Atribulados en todo más no aplastados, perseguidos más no abandonos, derribados más no aniquilados. Llevamos siempre en nuestro cuerpo por todas partes el morir de Jesús a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal”. Abraham tomó el carnero y lo sacrificó en holocausto en lugar de su hijo.

Jesucristo hablando con los fariseos les dirá: “vuestro padre Abraham se regocijó pensando en ver mi día, lo vio y se alegró” (Jn 8,56). Efectivamente Abraham vio el día de Jesús, es decir, su Resurrección cuando sustituyó en el altar del sacrificio a Isaac por el carnero. Pues sí, después de esta experiencia Abraham pudo decir: “Yahvé provee”. También Jesucristo tenía la certeza interior profunda en el momento de la muerte de que su Padre provee.