Los hijos de Jacob empiezan a prosperar y a multiplicarse en Egipto, en la tierra que les había regalado José. Todo parece que favorece el crecimiento de los hijos de Jacob. Pero pasan los años y la situación de los israelitas va empeorando, pues ya el recuerdo de José, el hombre que salvó a Egipto del hambre, se ha desvanecido.
Después de 400 años la situación se hace insostenible. El nuevo faraón ve a los israelitas como un peligro para su supervivencia. Les ve como enemigos potenciales que, en cualquier momento, se pueden aliar con otro país para derrocarlo. En ese contexto entramos en el misterio de Dios. Son 400 años de silencio sin fin. No se le ve por ninguna parte. Parece que toda la historia de los patriarcas ha sido un invento.
Los místicos conocen muy bien esta situación, conocen muy bien el «silencio de Dios». Les da la impresión de que toda una experiencia y vivencia de Dios no ha sido más que ilusión y, de pronto, cuanto más grande es la oscuridad (noche oscura de la fe le llaman ellos) aparece la luz y su vida se hace esencialmente fecunda. Fecundidad que crece con el correr de los siglos.
Israel entra en esta experiencia dolorosísima y se ve sometido a toda clase de ultrajes, a toda clase de sufrimientos, a una esclavitud espantosa. Llega un momento en que los egipcios quieren hacerles desaparecer, dando orden a las parteras que hagan morir a todos los varones que nazcan en este pueblo (Ex 1, 15-16).
Sin embargo, este silencio de Dios no significa que Él esté inactivo. Él sigue actuando a su manera y la manera de actuar de Dios siempre será diferente a la del hombre: «Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos. Porque cuanto aventajan los cielos a la tierra así aventajan mis caminos a los vuestros» (Is 55, 8-9).
Así pues, Dios permite que Israel llegue a lo más profundo de la miseria y de la humillación casi hasta llegar a ser un no pueblo, sino un conjunto de esclavos a los que no les queda otra cosa que lanzar a Dios un grito de angustia, a ese Dios que dicen que se manifestó en sus padres. Y Dios escucha este clamor: «Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto y he escuchado su clamor en presencia de sus opresores, pues ya no conozco sus sufrimientos» (Ex 3, 7).
No es que Dios haya quedado indiferente ante el sufrimiento de su pueblo, como tampoco queda indiferente ante el sufrimiento de ningún hombre. Simplemente el tiempo es de Dios, no del hombre, y este tiempo que el hombre no entiende es tiempo de maduración, es tiempo de salvación y siempre es tiempo de crecimiento. Por eso, cuanto más oprimía Egipto al pueblo de Israel tanto más este pueblo crecía y se multiplicaba (Ex 1, 12).
En este tiempo oscuro, incompresible para los hombres, Dios prepara un caudillo. Moisés va a ser el eslabón de la cadena que va a unir a este deshecho de pueblo con los patriarcas y, al unirlo a ellos, Israel va a heredar todas las promesas que Dios ha pronunciado. Las va a hacer presente y, a partir de entonces, las promesas de Dios ya no serán para Israel recuerdos del pasado, sino memoriales de fe.