Cogí la aspiradora y me puse a limpiar; abrí el armario y empecé a tirar ropa de hacía veinticinco años; cuando salí, me senté en otra mesa porque mis conocidos no eran “de mi clan”; fui a la nevera y tiré alimentos con mal aspecto…
¡Un momento! Absolutamente ¿todo está mal? Y desconecté la aspiradora por si se tragaba una perlita perdida y me puse a barrer con cuidado; cogí la ropa y aparté todo lo que podía coser y arreglarme; en el café decidí sentarme con mis conocidos de “ideas contrarias” por si podía bendecir alguna conversación; al decidir tirar la verdura, me di cuenta de que si quitaba las hojas externas aparecía la parte sana y en cuanto a la fruta pasada, se me ocurrió aprovecharla para hacer mermelada.
No todo está mal, no todo hay que despreciarlo. Enciende una vela en la oscuridad y tus ojos verán.
Y así comencé a cuidar mi actitud en las “cosas que desechaba”, pues a veces encontraba pedazos de valor y, respecto a lo demás atesorado, debía seguir en oración para no perderlo.
De donde no esperaban, “¿Es que puede salir algo bueno de Nazaret? Ven y ve, dijo Felipe” (Jn 1, 46), surgió nada menos que Dios.
Nunca te atrevas a descalificar. No es tu labor ni sabes si en el fondo de “una turbia poza” se oculta una piedra preciosa y no hay nada más precioso que un alma.
Anécdota: un día, me encontré envuelto en papel higiénico un diamante de tres centímetros con doce esmeraldas; y en un charquito sucio del pavimento junto a la acera, cuatro pequeñas monedas de oro del emperador Maximiliano de México. En cambio, perdí mi medalla de la comunión en la arena de una playa por no cuidarla. En su anverso ponía: Mariemma 10 de Julio 1957.