Con Tarkovsky me sucede algo curioso: me siento identificado con sus escritos y con el contenido de sus películas, pero algunas de ellas me resultan, en parte, ininteligibles. Es lo que me ocurre con su film autobiográfico El espejo, porque el director ruso estaba poco interesado en la conexión entre los diferentes elementos argumentales. Por eso, el desarrollo de sus historias es complejo. Lo que le atraía realmente era el mundo interior de sus personajes, que mostraba a través de imágenes poéticas, emocionales y frecuentemente abstractas. De modo que es necesario abrir los sentidos para poder disfrutar de su cine y percibir -aunque solo sea parcialmente- lo que quiere transmitirte.
El día de Reyes del año pasado tenía junto al árbol de Navidad el libro Esculpir en el tiempo, también conocido como Esculpir el tiempo. Este es el título del diario donde Tarkovsky habla de su trabajo y ofrece su visión sobre temas variados, concernientes al arte y al sentido de la existencia. Cada uno de sus párrafos es tan intelectual, poético y metafísico que diría que me parece, justamente, lo opuesto a ver ciertos programas de televisión.
El caso es que al poco de empezar Esculpir en el tiempo llegó el confinamiento y lo dejé aparcado. De hecho, he leído varios libros antes de atreverme a retomarlo, puesto que Tarkovsky, ya sea por escrito o en la pantalla, nunca es fácil. Como él mismo comenta en el epílogo de su obra, esta carece de la coherencia de un texto elaborado del tirón, al ser el fruto de unos cuantos años. Aun así y todo, es una de las lecturas que más me han marcado. No me extraña tener una decimoséptima edición en español y, con lo que he tardado en terminarla, supongo que a la editorial le habrá dado tiempo a lanzar alguna más.
Uno de los aspectos que más me agradan de este libro es la sinceridad con la que está conformado. Su autor no tiene reparos en afirmar, por ejemplo, que no es indiferente a la reacción del espectador: «No hay contradicción en el hecho de que yo, por una parte, no haga nada especial por gustar a mi público y que, por otra, espere tembloroso que mi película sea aceptada y querida» (Tarkovsky, 1991, p. 195). Aparte de la relación entre el artista y el público, trata cuestiones como la importancia del montaje o el difícil encaje entre el cine desde una perspectiva artística y los intereses comerciales. Además, explica con detenimiento su proceso creativo y expresa su admiración por los métodos empleados por compañeros de profesión como Bresson, Bergman o Chaplin.
Tarkovsky es uno de los grandes místicos del séptimo arte. A lo largo de su libro, especialmente en sus capítulos finales, manifiesta su preocupación por la deriva de una sociedad moderna que ha sucumbido al materialismo, arrinconando su dimensión espiritual. Este es el asunto central de Nostalgia o de Sacrificio, su testamento cinematográfico, que sintió la necesidad de rodar a medida que «… iba reconociendo el sufrimiento a que conduce a buena parte de la humanidad el haber sido educada en un pensamiento materialista…» (Tarkovsky, 1991, p. 238).
Sus temáticas le ocasionaron numerosos problemas en la Unión Soviética e incluso provocaron la pérdida de una cinta que filmó tras Stalker, utilizando un guión distinto al que presentó a la productora, intentando sortear una censura que a la postre no pudo esquivar. Para no renunciar a la libertad creativa que siempre había defendido llevó a cabo sus últimos largometrajes en Europa, donde falleció prematuramente, a los cincuenta y cuatro años, a causa de un cáncer.
Hay multitud de fragmentos de Esculpir en el tiempo acerca de la libertad, la responsabilidad personal o la desconexión del hombre contemporáneo con su conciencia que son dignos de ser destacados. Acabo citando uno de ellos: «Una de las características más tristes de nuestro tiempo es, en mi opinión, el hecho de que hoy en día una persona corriente queda definitivamente separada de todo aquello que hace referencia a una reflexión sobre lo bello y lo eterno. La moderna cultura de masas -una civilización de prótesis-, pensada para el ‘consumidor’, mutila las almas, cierra al hombre cada vez más el camino hacia las cuestiones fundamentales de su existencia, hacia el tomar conciencia de su propia identidad como ser espiritual. Pero el artista no puede, no debe permanecer sordo ante la llamada de la verdad, que es lo único capaz de determinar y disciplinar su voluntad creadora. Solo así obtiene la capacidad de transmitir su fe también a otros. Un artista sin esa fe es como un pintor que hubiera nacido ciego» (Tarkovsky, 1991, pp. 63-64). Nada más que añadir. Andrei Tarkovsky, el artista eterno.