En 2017, durante una sesión de preguntas en Washington después de una proyección de Voyage of Time, Terrence Malick declaró que sus primeras películas le resultaban ahora extrañas. Su cine ha evolucionado mucho desde narrativas clásicas hasta cintas tan abstractas como To the Wonder o Knight of Cups, que han dividido al público. Sin embargo, hay elementos comunes a todos sus trabajos.
En su debut como director en Malas tierras adoptó una estructura lineal, a la que ha regresado -tras unos cuantos años- con Vida oculta, y utilizó abundantes planos estáticos, casi inexistentes en sus últimas aportaciones. No obstante, ya por entonces empezó a dejar patente su predilección por la hora mágica, por la naturaleza como escenario y por las reflexiones en off.
Este largometraje es el único de su filmografía sin un contenido o simbología manifiestamente espiritual, pero es de interés desde una mirada humanista, aunque tal vez no a simple vista. Lo que cuenta no es para nada edificante. Comienza en una pequeña localidad de Dakota del Sur, donde la joven Holly se enamora de Kit, un basurero varios años mayor que ella. Su relación es desaprobada por el padre de Holly, a quien Kit asesina para, posteriormente, huir con la chica. Justo ahí emprenden un viaje hacia ninguna parte. El relato está inspirado en un suceso real ocurrido en Nebraska y Wyoming en los cincuenta, si bien en los créditos de la producción se elude cualquier vínculo con este episodio.
Malick representa a sus personajes principales como dos tipos patéticos, especialmente Kit, cuyo aspecto es similar al de James Dean. Con el fino humor que atraviesa el film, subraya, de distintas formas, el absurdo comportamiento de los forajidos, a veces con comentarios que hace Holly acerca de su pareja: «Siempre falsificaba su propia firma para evitar que alguien pudiera falsificar documentos con su nombre».
En la superficie podría parecer que Malick no se detiene en valoraciones morales sobre los hechos. Pero, en realidad, se sirve de esta historia para cuestionar el relativismo que empezaba a asomar a principios de los setenta, tras el Mayo del 68. La línea que separa el bien del mal se difumina. Kit se queja en una escena de alguien que ha tirado una bolsa en la calle, antes de convertirse en un asesino en serie. Por otra parte, hay una cierta conexión con el vacío existencial posmoderno reflejado por Song to Song. Para la protagonista de aquella película «todos los besos tenían la mitad de la intensidad que deberían», mientras que Holly, después de tener relaciones íntimas por primera vez con Kit, le pregunta: «¿Y no es más que eso?», a lo que él responde con indiferencia.
En el libro que Alberto Fijo dedicó a Terrence Malick1 se hace eco de un ensayo de Michael Almereyda, incluido en la edición de Malas tierras de Criterion, donde este director resalta el reiterado interés de Malick por la inocencia, encarnada aquí por la apocada Holly, que se deja llevar por un criminal. Su encuentro inicial con Kit, delante de la casa de ella, es lo que Pablo Alzola define como «… choque de dos mundos opuestos o, tal vez, de un mundo con un no-mundo»2.
Esta road movie, tan genuinamente norteamericana, es una de las más influyentes del cine independiente del país. Su huella es evidente en autores que están destacando en este ámbito, como Jeff Nichols o David Lowery. Es, por otro lado, un título de una dureza atenuada por un lirismo visual logrado por Malick en un precario rodaje, durante el que tuvo que recurrir a tres directores de fotografía. El propio Malick, cuyas apariciones públicas y entrevistas son escasas, representó un pequeño papel en esta cinta, porque el actor que debía hacerlo no se presentó. Martin Sheen, protagonista junto a Sissy Spacek, no quiso repetir la secuencia con otro intérprete.
Malas tierras es una muestra más de la creatividad de los cineastas estadounidenses que irrumpieron con fuerza en los setenta. Nos embarca en una travesía por la América profunda, con dos jóvenes sin identidad y sin un destino físico ni emocional, en unas tierras en las que crece el desconcierto moral. Su temática, como decía al principio, carece de la mirada metafísica que ha sido una constante en la producción de Malick, sobre todo desde El árbol de la vida, pero todas las propuestas del realizador, por distintas que sean, están interconectadas. De hecho, sus trabajos de la última década no dejan de ser el fruto de una evolución argumental, narrativa y estética, que tiene su punto de partida hace casi cuarenta años con este clásico del cine moderno.
2. Alzola, P. (2020). El cine de Terrence Malick. La esperanza de llegar a casa. Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA).