Recuerdo que vi por primera vez Contact en VHS, durante una mañana de uno de aquellos larguísimos veranos de mi adolescencia. No he vuelto a verla hasta esta misma semana, animado por un correo que nos ha llegado de un lector que echaba de menos alguna referencia en nuestra web a esta película. No le falta razón, pues es una historia que aborda directamente la fe y su relación con la ciencia.
La producción está protagonizada por una científica, llamada Eleanor Arroway, que no conoció a su madre y perdió a su padre de pequeña. Esa figura paterna alimentó la fascinación que sentía ya de niña por la posibilidad de que hubiera vida en otros planetas. Cuando está inmersa en una investigación ufológica, Eleanor se enamora de Palmer, un teólogo y exseminarista que estudia las consecuencias negativas en el ser humano del uso de la tecnología. Ella no cree en nada que no pueda probar, mientras que a él le transformó una experiencia de encuentro con Dios y ejerce como guía espiritual.
No conozco el enfoque del libro de Carl Sagan en el que se basa este relato de ciencia ficción. La novela, en realidad, es fruto de un primer guión de Contact, escrito en 1980, que se estancó y estuvo dando vueltas por Hollywood hasta que se llevó a la gran pantalla en 1997. Inicialmente el director iba a ser George Miller, pero fue despedido durante la preproducción y Robert Zemeckis tomó el relevo. Jodie Foster representó al personaje principal y el papel de Palmer recayó en Matthew McConaughey, aún sin el nivel interpretativo que luego ha ofrecido en títulos como Interstellar.
Si alguien se acerca a Contact esperando la clásica cinta de extraterrestres, es posible que se sienta defraudado. Salvando las distancias, le sucedería algo similar a lo que ocurrió con muchos espectadores que confiaban encontrar cine de terror puro en El bosque, de Shyamalan. Se trata de una de esas propuestas en las que el contenido prima sobre el espectáculo.
Para continuar el análisis voy a revelar partes importantes de la trama, algo que nunca hago en las críticas de las películas, salvo excepciones muy puntuales -previo aviso-, pero sí en este tipo de artículos.
El film da un giro con la recepción de un mensaje extraterrestre, que incluye lo que resultan ser las instrucciones para construir un vehículo espacial. La noticia despierta diferentes reacciones entre la población mundial y existe división de opiniones en relación a la persona que debe estar al mando de esa nave. El primer proyecto es destruido en un atentado por el líder de una secta y Eleanor se postula como la principal candidata para la segunda tentativa.
La idoneidad de la científica es cuestionada, porque es agnóstica. Aunque los noventa no estén tan lejos, me pregunto si, a día de hoy, lo que despertaría suspicacias sería más bien la elección de alguien que se declarase abiertamente creyente. Y lo digo pese a que Estados Unidos todavía conserva bastante de esa religiosidad que, en parte, se ha disipado en Europa.
El largometraje es muy ambicioso, no del todo satisfactorio cuando llega a su punto álgido con la travesía interestelar de Eleanor, pero después tiene un epílogo audaz. La protagonista cuenta la reveladora experiencia que ha vivido, sin embargo, su testimonio es acogido con escepticismo. Se considera que ha sufrido una alucinación, pues afirma que su viaje ha durado varias horas y en la Tierra lo que se ha visto es un instantáneo lanzamiento frustrado.
Eleanor se encuentra con que no puede probar su versión y es víctima de una incredulidad que ella misma, si no fuera la implicada, habría expresado como científica. Esa situación la lleva a admitir, de algún modo, los límites de la razón y que es preciso dar un salto de fe para adentrarse en los misterios que rodean nuestra existencia.
El eje argumental es el conflicto entre ciencia y religión, representado por las posturas de Eleanor y Palmer, a los que no solo les une un mutuo enamoramiento, sino su sincera búsqueda de respuestas desde sus distintos ámbitos. Lo que nos dice la historia es que ambos son necesarios para encontrar la verdad. La fe necesita de la razón y esta -a diferencia de lo que sucede con el racionalismo predominante- no debería cerrarnos la puerta a nuestra espiritualidad. ¿Por qué el ser humano estaría dotado de una dimensión espiritual si no existiera Dios? ¿Acaso tendríamos sed si no hubiera agua?