Muerte y Resurrección

Nos cuenta el libro del Éxodo la experiencia profundísima que tuvo el pueblo de Israel en esta Alianza que Dios hace con él. Textualmente nos narra en Éxodo 19, 16: «al tercer día, al rayar el alba, hubo truenos y relámpagos y una densa nube sobre el monte y un poderoso resonar de trompetas. Todo el pueblo que estaba en el campamento se echó a temblar».

En este lenguaje del autor bíblico vemos cómo Dios se manifiesta a su pueblo, en la medida en que el hombre concreto lo puede percibir. Israel tiene que ir evolucionando poco a poco para descubrir un Dios cercano, amigo con el cual se puede entrar en intimidad, con quien se puede establecer una relación amorosa, como la que establece el esposo con la esposa -tengamos en cuenta el Cantar de los cantares o al profeta Oseas 2, 16-18-.

En definitiva, Dios se manifiesta a Israel de la única forma que este pueblo a esta altura lo puede entender, por medio de fenómenos de la naturaleza: truenos, relámpagos, rayos sobre la montaña, etc. Es interesante notar que estos acontecimientos, que dejan al pueblo atónito delante de Dios, suceden como dice el texto «al tercer día al rayar el alba». Palabras que nos trasladan a la gran Alianza y teofanía (manifestación) de Dios en Jesucristo en la Resurrección, pues «al tercer día al rayar el alba resucitó el Señor».

Dios hace la Alianza con su pueblo para demostrarle que está con él, no se le manifiesta para aterrorizarlo ni para condenarlo, sino todo lo contario, para salvarlo. Y esto que el pueblo de Israel ha podido entrever entre velos y sombras se hace presente en todo su esplendor y para todos los hombres en la Resurrección de Jesucristo, a la que podemos definir la suprema teofanía (manifestación) amorosa de Dios.

Efectivamente, en Jesucristo crucificado y resucitado hemos sido todos congregados en el Amor del Padre. Liberados de nuestras cadenas hemos visto los ciclos abiertos y nos hemos puesto en camino en la Iglesia, que es peregrina hacia la nueva tierra prometida que es el Reino de los Cielos.

Dice Jesús en Juan 12, 32: «y yo cuando sea levantado de la tierra atraeré a todos hacia mí». Ser levantado de la tierra significa la elevación de Jesús en la cruz (Jn 12, 33), a la vez que su subida al cielo el día de su Resurrección (Jn 20, 17), ya que los dos acontecimientos son dos aspectos del mismo misterio. Vemos pues cómo, en la cruz y en la Resurrección, Dios consuma definitivamente su Alianza con el hombre, una Alianza que no es universal, porque no se reduce al pueblo de Israel, sino a todo hombre a cuyos oídos y a cuyo corazón ha llegado el Evangelio predicado por la Iglesia.

Otro aspecto importante es que en la Alianza del Sinaí, los rayos, truenos y relámpagos fueron acompañados del resonar de trompetas. Este resonar de las trompetas dirán los Santos Padres de la iglesia que es la proclamación de la Palabra de Dios, que es potente para destruir los ídolos de este mundo, manifestando la fuerza de Dios. Así, en el libro de Josué 6, 1-5, vemos cómo Dios manda a Israel tocar las trompetas siete veces para que caiga la muralla de Jericó, que es imagen de la idolatría de este mundo.

Si el resonar de las trompetas ha sido interpretado por la Iglesia como la proclamación de la Palabra de Dios, podemos decir que en la Resurrección de Jesucristo hubo un auténtico resonar de trompetas, pues Jesucristo, Palabra Eterna del Padre, resonó y sigue resonando hasta los confines del mundo. Es más, sin la Resurrección toda palabra proclamada por Jesús a lo largo de su vida y recogida en los Evangelios no hubiera tenido ninguna resonancia, ningún valor. Es precisamente en la cruz y en la Resurrección que la predicación de Jesús es calificada como palabra de Vida Eterna.

Podemos terminar este artículo de la Alianza diciendo con San Pablo; «muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (Hb 1, 1-2).