Francisco, juglar de Dios

Fotograma de Francisco, juglar de Dios

La dimensión existencial que aporta el cristianismo al hombre no ha sido ajena a directores que, desde su agnosticismo o ateísmo, se han acercado al fenómeno religioso de un modo, en algunos casos, brillante. Mientras cineastas como Dreyer, Bresson, Tarkovsky o, más recientemente, Malick han nadado a contracorriente, poniendo de manifiesto la falta de espiritualidad en la sociedad moderna, otros como Bergman intentaron descifrar el misterio de Dios con más dudas que certezas.

En dos artículos repaso los ejemplos más significativos de realizadores no creyentes embarcados en un asunto que, ciertamente, les provocaba inquietud o fascinación.

 

Roberto Rossellini

La aproximación al género religioso de Roberto Rossellini, ateo de formación católica, fue muy prolífica, probablemente por haber nacido en un país tan arraigado en la fe como Italia y porque su humanismo, a veces, era indisociable del catolicismo. Su gran admiración por el patrón de su país, san Francisco, fruto de la genuina adhesión de este al Evangelio, dio como resultado Francisco, juglar de Dios (1950). Esta obra neorrealista brinda el retrato del Pobre de Asís y del espíritu franciscano más puro llevado a cabo por el cine.

Años antes, al poco de la liberación italiana de la ocupación nazi, había dirigido Roma, ciudad abierta (1945), dando inicio al neorrealismo. Uno de los principales personajes del relato era al padre Pietro, un clérigo sencillo y verdaderamente heroico, que apelaba al perdón hacia los opresores.

Una de sus películas más extrañas, pero no por ello desdeñable, es Juana de Arco (1954). En ella grabó una función teatral en vivo, de tintes surrealistas, protagonizada por su entonces esposa Ingrid Bergman.

No fue hasta el final de su carrera cuando volvería a la temática cristiana. Esto se produjo durante la época en la que trabajó para la televisión italiana, concretamente, con la miniserie Los hechos de los apóstoles (1969).

Su último film sería El Mesías (1975), para el que, según dicen, pidió permiso al papa por su idea de despojar a Jesús de parte de su divinidad, pasando de puntillas por sus milagros, aunque sin omitir la Resurrección. Este interés por el lado humano de Cristo, relegando su carácter divino, era una tendencia espoleada en los años setenta por títulos como Jesucristo Superstar (1973) o Godspell (1973). La cinta de Rossellini tuvo poco éxito y es sorprendentemente floja. Su cámara estática y sus planos alejados de la acción limitan la narración, deparando una acusada sensación de frialdad.

 

Ingmar Bergman

Un tema clave en la producción del cineasta sueco es la cuestión sobre la existencia de Dios. Su padre era pastor luterano y su obra estuvo marcada por la estricta educación que recibió.

Dos de los largometrajes de su larga filmografía que pueden resultar más cercanos para el creyente son El séptimo sello (1957) y El manantial de la doncella (1960). En el primero, el caballero Antonius Block, al ser acechado por la muerte tras su regreso de las cruzadas, intenta cerciorarse sobre la veracidad de la trascendencia del alma. Bergman formula preguntas sin respuesta y anhela la armonía de un matrimonio de juglares -que representan la fe de los sencillos-, mostrando la alegría pasajera del caballero -su alter ego– al comer con ellos fresas con leche.

El séptimo sello

Ingmar Bergman y Bengt Ekerot en el set de El séptimo sello

Algo parecido le sucedía al profesor de la estupenda Fresas salvajes (1957), en este caso, cuando se cruzaban en su camino unos jóvenes con una alegría que él no pudo alcanzar.

Con una premisa y estética sombrías, El manantial de la doncella (1960) ahonda en el sentimiento de culpa. La propuesta se acerca a la fe con una apertura que el realizador no retomaría. A continuación, Bergman rodaría lo que algunos han denominado su trilogía sobre la ausencia de Dios, sumergiéndose en un atribulado ateísmo en cintas como Los comulgantes (1963).

Tras un largo periodo abordando otros asuntos, sus dudas iniciales sobre la providencia contrastan con el nihilismo y la indiferencia de su testamento cinematográfico, Fanny y Alexander (1982). Uno de los personajes de esta película afirma: «Nosotros no hemos venido al mundo para desvelar sus misterios, no estamos equipados para semejantes menesteres y es mejor que ignoremos los grandes interrogantes…».

 

Luis Buñuel

Al igual que le ocurría a Bergman, la percepción de la religión por parte de Luis Buñuel iba ligada al pecado. El turolense pasó por un colegio jesuita, como recuerda a través de uno de sus personajes: «Yo estudié con los jesuitas, ¡buena gente!». El catolicismo está presente en su obra, aunque de una manera claramente contradictoria. Era amigo del sacerdote jesuita Artela Lusuviaga, quien le llegó a considerar un gran místico. Exageraciones aparte, su mejor film sobre temática religiosa es Nazarín (1959), cuya trama versa sobre la figura del padre Nazario, muy bien interpretado por Paco Rabal. El clérigo, que encarna fielmente los valores del Evangelio, se verá obligado a lidiar contra el desprecio y la superstición de las gentes.

Nazarín se ha entendido como un cuestionamiento de la caridad cristiana. Sin embargo, la caridad no es solo de naturaleza cristiana y, por ello, lo que realmente acaba poniendo en tela de juicio es la esencia de la propia generosidad hacia el prójimo, en un mundo con tanta maldad.

Sobre las creencias de Buñuel es célebre su sarcástica frase: «Soy ateo, gracias a Dios». Más reflexivo, en sus memorias explica su ateísmo apuntando la incompatibilidad del azar, que para él regía el universo, con el Creador: «El azar no puede ser una creación de Dios, porque es la negación de Dios» (1).


1. L. Buñuel, Mi último suspiro. Barcelona, Debolsillo, 2012.